Lo que no se puede medir, no se puede controlar ni mejorar. Por lo tanto, las naciones necesitan indicadores que midan el progreso hacia el logro de sus objetivos económicos, sociales y ambientales.
El producto interno bruto (PIB), es un indicador económico convencional útil para medir un aspecto limitado de la economía. No obstante, se utiliza erróneamente como una medida más amplia de prosperidad.
La idea del PIB nació en la década de los años 30 del siglo XX, en el Departamento de Comercio de los Estados Unidos, como medida de cálculo que permitiera evaluar la recuperación económica del país tras la Gran Depresión. Aunque no fue diseñado para medir el bienestar social o económico; ha llegado a ser el indicador más utilizado del desempeño global de un país.
El PIB puede definirse como el valor monetario de los bienes y servicios finales producidos por una economía en un período determinado. Considerando el contexto en el que surge, resultó bastante útil. Si la economía crecía, había empleos, más dinero cambiando de manos y mayores cantidades de bienes y servicios siendo intercambiados. Al haber más necesidades satisfechas, es posible inferir un mayor bienestar en la población.
A nivel macro, el PIB es sin duda una herramienta de gestión importante. No obstante, tiene defectos que inducen a desestimar políticas de desarrollo sostenible.
Uno de los problemas es que interpreta cada gasto como positivo sin distinguir entre aquellas actividades económicas que realmente mejoran la calidad de vida de la sociedad y aquellas que no aportan a ese fin.
Hay gastos que no contribuyen al bienestar general pero que el PIB interpreta como buenos; la ampliación del cuerpo policial y la construcción de nuevas cárceles debido al aumento de la criminalidad, el incremento del gasto militar producto de una guerra, el gasto que conllevan las tareas de limpieza por la contaminación o los crecientes costes sanitarios resultantes de la publicidad que induce al consumo de alcohol, tabaco y de comida rápida, procesada y grasienta.
Otra de las fallas del PIB es que no incluye la depreciación del capital natural. En los países en vías de desarrollo, donde existe un fuerte vínculo entre la pobreza y el medio ambiente, y donde el crecimiento económico se basa en gran medida en el agotamiento de los recursos naturales, omitir este valor puede ser una señal equívoca de crecimiento económico real.
Los vínculos entre la economía y el medio ambiente son complejos, y sus repercusiones sobre el bienestar social no son evidentes.
Otras desventajas de este indicador son que deja fuera componentes no mercadeables que mejoran el
bienestar pero no implican transacciones monetarias o de mercado. Por otra parte, no tiene en cuenta la distribución del ingreso entre los individuos. Como sabemos, esto tiene un efecto considerable en el bienestar de las personas.
Resumiendo, el PIB suele ser utilizado como indicador del bienestar de un país pero al medir únicamente el valor de la suma total de bienes y servicios económicos generados durante un período, no permite establecer la diferencia entre la cantidad y la calidad del crecimiento económico.
El reduccionismo de llevar todo a cifras, impide ver el mundo como es, afecta nuestro modelo de conocimientos y nos oculta información, desviándonos de lo que realmente nos debe importar. Todo esto ha llevado a diferentes personas a realizar esfuerzos por establecer índices alternativos al PIB; repensando el concepto de desarrollo de las sociedades para contemplar no solo aspectos de crecimiento económico sino también, de mejoramiento y de sostenibilidad.
Algunos de estos indicadores como el índice de bienestar económico sostenible (IBES); el indicador de progreso real o genuino (IPR); el índice Fordham de salud social (IFSS); el índice de desarrollo humano de Naciones Unidas (IDH) y el índice de bienestar económico (IBE) han ido ganando popularidad al intentar determinar las mejoras económicas reales en el bienestar humano.
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